Travesías para avistamientos de cetáceos en el Estrecho
Lourdes Isasa organizaba actividades para niños en Madrid: Granjas escuela, tirolina, un poco de todo. Una cosa le llevó a la otra y descubrió el turismo de avistamiento de cetáceos hace diez años. Por aquel entonces, esta actividad se realizaba en muy pocos lugares del mundo y en España, sólo en Canarias. En la zona llegaron a capturarse 150 ballenas al mes a principios del siglo pasado, lo cual, aunque disminuyó significativamente su población, era un indicativo de la riqueza del Estrecho.
Llegó a Tarifa, hizo una prospección y, como ella dice, lo tuvo claro. Fue el origen de Whale Watch, la primera organizadora española de avistamientos. Nació sin ánimo de lucro y uno de sus objetivos fundamentales era, y sigue siendo, colaborar con otras asociaciones como la Sociedad Española de Cetáceos (SEC) en la conservación de las especies marinas del Estrecho y del entorno en el que viven.
Un poco de paciencia
A las doce del mediodía el Jumbo está preparado para zarpar en el puerto de Tarifa. En sus asientos dispuestos en hileras, se mezclan turistas de diversas nacionalidades. El barco se abre paso entre las olas. Unos esperan ver ballenas o delfines nada más partir, otros, cuando llevan media hora de trayecto, comentan irónicos «pues sí que se ven ballenas, sí».
No es así como funciona. No se trata de pulsar un botón y ver un cetáceo, para eso están los documentales de la televisión. Para ver algún ejemplar hay que prestar atención a las instrucciones dadas a través de la megafonía del barco. La voz garantiza un 97 por ciento de éxito en lo que se refiere a las especies más comunes en el Estrecho (el delfín común, el listado, el mular y la ballena piloto), de modo que si no se vislumbra ninguno de estos mamíferos, el viajero tiene otro viaje asegurado.
«Lo fundamental», continúa la voz, «es leer el mar». Leer el mar significa observar indicios como la presencia de pájaros, cambios en el brillo del agua o modificaciones en las olas. Una ola fuera de lo común puede transformarse en un ejemplar de cualquiera de estas especies. Isasa y su equipo saben adónde ir, pero con la colaboración de todos los pasajeros resulta más sencillo.
Un reloj de agua y sal
El método para indicar la localización de los cetáceos es fácil. La proa del barco equivale a las 12.00 horas en un reloj de agujas y la popa a las 18.00 horas. Después de una hora de viaje, lo que parece más complicado es que el avistamiento se produzca.
Comienzan a verse los primeros pájaros, más cerca de las costas marroquíes que de las españolas, pero de delfines y ballenas, nada de nada. Los escépticos se remueven en sus asientos con comentarios en los que el desengaño se mezcla con un «ya lo decía yo». Sin embargo, en ese momento, alguien grita: «Esto...¿cómo era?. A las doce, a las doce». Casi inmediatamente, un miembro de la tripulación indica «a las seis, a las seis».
El barco maniobra lentamente, como suele hacer en estos casos. No hay que espantar a los animales y, menos aún, causarles daño alguno. Todo el mundo calla, la música se baja. Los pasajeros esperan y, de pronto, otro grito: «A las....a las... Ahí, un poco a la izquierda».
Es un cachalote. El primero de la primavera. No se prodigan, ha sido una cuestión de suerte....Y de paciencia, por supuesto. «Es mucho mejor que en la tele», exclama Emilia, que se encuentra en Tarifa de vacaciones con sus compañeros del centro de adultos de Torrelodones (Madrid).
Ahí está la clave. Uno de los excursionistas comenta en inglés precisamente lo mismo, que la diferencia con la televisión radica en que, además de verlo en vivo, «uno siente que [el avistamiento] es una recompensa por la espera, un regalo».
A partir de este momento las visitas se multiplican. El cachalote se acerca tanto al barco que hay quien se pregunta si será peligroso. En absoluto, nada un rato junto a la embarcación y se aleja expulsando agua y sumergiéndose de un coletazo en un espectáculo único. Le siguen ballenas piloto con sus crías y algún pez luna. Ha sido una visita fructífera. Como dice una de las pasajeras de Torrelodones, «esto hay que mojarse para verlo».